María Cristina Ríos Espinosa, (Coord), Estética de las imágenes y sus representaciones sociales, Asociación Mexicana de Estudios en
Estética, Cuadernos AMEST 3, Bonilla Artiga editores, México, 2015.
Caminos de la estética
Alberto Constante
Didi-Huberman hace tiempo señaló que
“[…] cada época realiza solamente las profecías de las cuales es capaz -como
cada obra hace de su “espacio sombrío” un campo de posibilidades siempre
“sujeto a transformaciones”,[1] y no le faltaba razón. Cuando empecé a leer
el ensayo de Ana María Martínez de la Escalera, “El museo, la historia y la
ruina: un ejercicio de oficio benjaminiano”, pensé en aquella reticencia que
Valéry tenía no sólo por la historia sino también, y muy particularmente, por
los museos.
Valéry descreía de aquello
que Malraux llamaba “santuarios”, inequívocamente en donde Malraux ponía el
acento para denominarlos de esa forma, Valéry sólo se encontraba con soledades
encerradas que participan, decía, “de la naturaleza del templo y del salón, la
escuela y el cementerio: en esas casas de la incoherencia no parecía percibir
sino la invención desdichada de una civilización un poco bárbara, un poco fuera
de razón, e incluso su desaprobación era ligera, no insistía”.[2]
Paul
Valéry
Sin duda, el museo ayuda a la
contestación que anima a toda cultura, pero lo que señala esta ensayo, me
parece de una claridad pasmosa cuando escribe que: […] el museo moderno no solo
guarda o conserva en un mismo lugar, administra las reglas y procedimientos anteriores;
ahora el museo de adueña del objeto en tanto objeto abstraído, producto
desprendido de sus condiciones de producción y de los valores y significados de
su nacimiento para ubicarlo frente a una mirada que poco a poco debe optar por
especializarse o permanecer en la indigencia de lo común según su modalidad de
apropiación”.[3]
Blanchot ya nos había
advertido sobre la pobreza de la obra de arte en el museo, pues justo cuando un
retrato de un personaje cualquiera, digamos el retrato de Dirck Pesser de
Rembrandt, que es un cuadro familiar, cuando ese retrato entra al Museo es
justo a la vida a la que renuncia, es de ella de quien decide separarse, ese
cuadro, como todas las obras entran al territorio de lo artificial, donde nos
encontramos un mundo muerto, porque la muerte está allí, ese es el lugar que,
como dice Ana María, “El museo moderno es un aparato de colonización del campo
de producción de sentido y de la jerarquización de figuras (experto/público en
general) de las relaciones sociales […].[4]
Sin duda, el museo abstraerá todo aquello que otorgaba sentido y valor a las
cosas que en él se exhiben pues son reubicadas en el imaginario civilizatorio
de Europa, luego devendrá lo pintoresco, más tarde lo turístico, “pero jamás un
museo de la memoria o de la tradición de los oprimidos a la que Benjamin dio un
lugar principalísimo para el porvenir de la justicia”[5]
Tiene razón Martínez de la Escalera, cuando señala
que el museo “En tanto institución que norma y normaliza la percepción”, tiene
un “impacto regulador sobre el mundo del arte y la cultura…”.[6]
De entre todo lo que hay que recuperar, según Ana María Martínez de la Escalera
es “el índice histórico que es la marca que sobre los productos humanos deja la
fetichización y sus mitologías […] es lo que al reingresar al mundo de lo
perceptible desestabiliza su orden de valores; […] es la crítica y el futuro
trabajando sobre el tiempo.”[7] ¿Qué le queda al museo?
Todo
esto no tiene otra intención más que la de llegar al corazón del análisis de
Martínez de la Escalera y que tiene que ver con eso que escribe justo hacia el
final del texto: “El museo contemporáneo sólo quiere mostrar lo que el moderno
enjuiciaba. Curiosamente muestra cómo la teoría se puede volver un objeto de
admiración, y ante todo de intercambio. Ya no es la obra de arte la mercancía
sino el discurso sobre las artes […] El museo contemporáneo, dice Ana María
Martínez, es la alegoría de la técnica: todas sus metáforas se dan cita en un
mismo lugar, se apretujan, combaten y compiten entre ellas sin orden ni
concierto más allá del principio al que responden: ser visibles, exhibirse en
sus afeites o desnudez, pero sobre todo dejarse ver […]”.[8]
Porque el museo seguirá siendo “una vía de acceso crítica para interrogar a la
historia, al arte y a la filosofía que hoy se dice estética, o sea, preocupada
por la percepción y su inscripción política”.[9]
Jules
Michelet
En cuanto al ensayo de Katya
Mandoki, déjenme decirles que su lectura me entusiasmó. Pensé de inmediato en
aquella máxima de Michelet que dice que “cada época sueña la siguiente” y que
Benjamin retomó para precisar que sin esta prefiguración nada nuevo surge.
Benjamin ya había señalado que “la imaginación desborda por todos lados los
límites del arte”, y en ese sentido, es comprensible que se perciba la
necesidad de la ampliación de la historia a nuevos modelos de temporalidad:
modelos capaces de hacer justicia a los anacronismos de la misma memoria, como
los que el propio Benjamin hubo de señalar como “teorías del inconsciente del
tiempo”, o del “fenómeno profético” e incluso apelar a una cierta “antropología
de la imagen” para comprender esos “desbordamientos”. Y justo eso es lo que leo
en el ensayo de Katya Mandoki, un intento de rasgar esa historia lineal,
progresiva e injusta de Occidente para explicar, mediante el concepto maorí de
“hau” y su relación con el de “aura”
bejaminiana, “las formas de hacer frente al exceso material de producción en
una comunidad o sociedad: la acumulación,
destrucción, distribución y disipación”.[10]
El caso que nos ocupa, es el de la disipación,
más precisamente, la de sus ceremonias que son una forma de exhibición pública
en su dimensión estética como en el potlatch[11]
y mayordomía. Donde se da la dilapidación de los bienes y que está por encima
de la escasez de recursos el gasto y circulación de bienes, además de una
reciprocidad obligatoria.
Potlatch
El ensayo se trasluce en sus
páginas la escritura benjaminiana, me recuerda aquello que el filósofo escribió
acercar de tomar la historia “a contrapelo” es decir, en invertir el punto de
vista. La comprensión del pasado ahora se destaca por entender de qué manera
el pasado llega al historiador, y cómo llega a encontrarlo en su presente,
entendido como presente reminiscente. Diría, si se me apura, que Katya Mandoki
recurre al modelo dialéctico, dado por Benjamin, como la posibilidad de escapar
al modelo de hierro del “pasado fijo”. El ensayo “Estética de la disipación”,
me parece que está envuelto en esas dos palabras alemanas cuyas significaciones
conjugan, no por azar, movimientos de doble régimen: Einfall nos señala que la historia (como objeto de la disciplina) no es un algo fijo como tampoco un proceso
continuo. Umschlag, nos trae a la
memoria que la historia (como disciplina) no es un saber anquilosado e inamovible,
y ni siquiera un discurso explicativo causal. Este análisis del hau y el aura es lo que nos muestra.
La inclusión del hau en el análisis de la obra de arte y
su comparación con el aura bejaminiana, nos induce a comprender cómo es que el
poder del hau o “el espíritu de las
cosas”, “retiene parte del alma de su hacedor y ser destructivo si no se
reconoce”,[12]
al igual que en el aura se intenta captar la autenticidad de la obra de arte,
es decir, su alma. Habría que recordar que en este concepto confluyen dos instancias
que envuelven el pensamiento de Benjamin. Por un lado su materialismo
socialista y por otro su religiosidad. La cercanía con el hau es entonces asombrosa, como nos lo hace ver Katya Mandoki.
Y no obstante, ambos
conceptos, son atravesados por eso que Marx llamó el proceso de fetichización
en donde lo que se trata es “borrar el trabajo del productor en la fabricación
industrial del objeto, es decir, toda huella de hau, lo que impide a los trabajadores reconocerse en el producto de
su trabajo y a los compradores apreciarlo como tal.”[13]
Y es aquí es donde se dan las coincidencias que las separan pues en ambas
culturas, la disipación de los bienes tienen parecidos rituales, que consisten
en la exhibición y la dilapidación aunque con sentidos distintos puesto que lo
que se juega es la comprensión de lo social y de lo político, pues ésta se da
en el límites entre lo necesario y lo excesivo.
A fin de cuentas, como
señala la autora de este texto, en la matriz artística hay una gran
coincidencia, pero justo ahí se produce la diferencia: la conservación o
pérdida del hau y del “aura” se
produce por vías que chocan entre sí: mientras que el hau en las culturas en donde se produce resulta indecente acumular,
“y se impone más bien la reciprocidad y circulación, el aura en las sociedades
occidentales es un valor adquirible, cotizable, invertible con ganancias y
exhibible a indiscreción”.[14]
Las consecuencias podemos vislumbrarlas son alarmantes y nos recuerdan lo que
señalamos al principio, del “movimiento a contrapelo”, esto es, comprender las
lógicas que gestan epistemes: “La diferencia de fluxión (Acumulación patológica
de líquido u otra sustancia en un órgano del cuerpo) del hau, dice Mandoki, (que obliga a la circulación) y el aura (a la
acumulación) expresa asimismo una actitud opuesta en cada caso respecto a la
relación entre individuo y comunidad: el hau
integra el individuo al grupo y el aura lo distingue de él. Lo que es notable
es el punto donde confluyen culturas tan disímiles: la transmutación de los
bienes materiales en capital simbólico vía estética a través del ritual de
disipar”.[15]
No puedo extenderme más en los matices que se dan en el texto, me gustaría,
porque es rico en ello, justo como el pensamiento que se atreve, el pensamiento
“a contrapelo”, por eso sólo los invito a leerlo completo.
En
el artículo de Armando Villegas, “Distancia y jerarquía: la discusión sobre la
industria cultural en las experiencias contemporáneas”[16]
se analizan las dos posiciones de los frankfurtianos, por un lado Benjamin,
quien para Villegas concibe a la técnica con la capacidad de producir formas
emancipatorias, y por el otro, Horkheimer y Adorno, que apuestan a formas de
sujeción a la industria de la cultura,[17]
posturas que a la luz de nuestro mundo, Villegas apuesta por una forma
emergente de pensar el arte y la cultura.
Pero detengámonos un
momento, Benjamin siempre escribió contrariamente de propios y extraños, y no
nos es difícil determinar que la confrontación de unos contra otros esté ahí,
puesta en juego. Desde 1928, ya Ernst Bloch calificaba el método benjaminiano
como “montaje surrealista aplicado a la filosofía”. Un poco después, la
malevolencia de Adorno y seguidores, como Rolf Tiedemann y Rainer Rochlítz, vieron
en esta calificación “estética” una limitación mayor, incluso una aporía en lo
que hace a la validez “científica” de la historia según Benjamin y qué decir de
la distancia que Panofsky estableció frente al filósofo. Confinada a la
oposición simplista entre lo “objetivo” y lo “subjetivo”, esta inferencia negativa
deja escapar evidentemente lo esencial. La novedad de la historia benjaminiana
consiste en la porosidad temporal, en virtud de la cual diferentes momentos históricos
podían entrar en comunicación
Con estos antecedentes, es claro que
lo que señala Villegas en su texto, que mientras se operaba “una oposición
entre el optimismo benjaminiano (la liberación del arte por la técnica) y la
crítica radical de Adorno y Horkheimer
(la sujeción de la experiencia a la industria cultural del capitalismo) […]
esta discusión –sigue diciendo Villegas- planteó un callejón sin salida”.[18]
Una en la que la industria cultural está sometida al capitalismo y todas las
acciones que vayan en sentido distinto al proyectado, estarían condenadas al
fracaso puesto que ese capitalismo las volvería mercancías. La otra, vista como
la técnica y los medios de producción en tanto que “infraestructura en las
sociedades capitalistas avanza mucho más rápido que la superestructura, es
decir, las ideas, las filosofías, las ideologías”[19]
y que justo por ello, tiene o puede lograr alcanzar un estatus emancipatorio (y
Villegas señala que Internet puede ser vista así o que al menos en lo que
señaló Benjamin podría alcanzar ese nivel) puesto que ahí, dice Villegas, “la
técnica […] produce experiencias que destrozan las jerarquías de las
instituciones y sus expertos y que democratizan el saber y las labores
anteriormente dedicadas a los especialistas (el cine, por ejemplo, ha cambiado
desde que cualquiera, incluso a través de un celular, puede realizar su propio
filme)”.[20]
Quizá hay una desmedida
confianza en Internet y en sus expectativas, quizá no se ha analizado muchas de
las aristas que conlleva la técnica y mucho menos la técnica enfocada al arte.
Sólo por no dejar, habría que recordar que el origen de Internet fue militar y
militar sigue siendo su uso. Pagamos toda la red, y sus redes sociales, con
nuestros datos, y nuestra intimidad. Y la jerarquización como la democratización,
están en el plano de un nuevo panóptico digital. Como quiera que sea, dice
Villegas, los efectos de ambas posturas las podemos ver en la llamada
posmodernidad que no ha tenido mayores efectos, tanto en Lyotard, como en
Lipovetsky o en Vattimo, dentro de sus respectivas diferencias, en tanto que lo
dicho ahí no es sino el reflejo de los análisis de Benjamin y los
frankfurtianos. Lo que queda, nos dice Villegas, es la “singularidad de las
experiencias”, es decir: “nunca general y nunca exenta de peligros, de
exclusiones y de jerarquías de todo tipo. Sigue existiendo la emancipación,
pero ella no es el vuelco completo de los valores de una comunidad, sino
experiencias precarias […] que ni
siquiera conocemos y ni siquiera requieren ser legitimadas por nuestro sistema
académico o por la historia”.[21]
Por lo que respecta al
último de los ensayos a los que dediqué atención, éste me llevó a acordarme de
la “revolución copernicana” de la historia que habría consistido, para Benjamin,
en pasar del punto de vista del pasado
como hecho objetivo al del -pasado como hecho de memoria, es decir, como
hecho en movimiento, hecho psíquico tanto como material. La novedad radical de
esta concepción de la historia, es que ella no parte de los hechos pasados en
sí mismos (una ilusión teórica), sino del movimiento que los recuerda y los
construye en el saber presente del historiador. No hay historia sin teoría de
la memoria: contra todo el historicismo de su tiempo, Benjamin no temió convocar
los nuevos pensamientos de la memoria —los de Freud, los de Bergson, pero
también los de Proust y de los surrealistas- dándoles el mismo lugar que a la
epistemología histórica. Y me parece que es aquí donde se inscribe el ensayo de
Darío González Gutiérrez: “De la intuición a la racionalidad en la imaginación
artística”, que de alguna manera genera una suerte de estética de la recepción
en donde lo que se pone en juego es la imaginación del receptor mismo y que,
mediante ese hecho, se produzca una experiencia estética capaz de elevarlo por
encima de las “limitaciones que le impone la vida en sociedad”.[22]
El ejemplo que toma el autor es, sin duda, uno que siempre ha sido polémico,
pero que, me parece ilustra perfectamente la tesis de que “ese tipo de
experiencia adquiere características particulares en diferentes épocas,
movimientos y artistas, pues siguen posturas más racionales o más intuitivas”,
pues el readymade, nos dice, “reduce
el potencial de la experiencia estética y la imaginación artística, para que el
individuo desarrolle una vida más placentera ante la opresiva realidad social”.[23]
De hecho, el autor, nos
señala que su trabajo quiere estudiar “al proceso de la experiencia estética
que va de la producción, poiesis, a
la recepción, aisthesis, y a la
identificación y liberación, catharsis.
Y se explica su potencial para producir obras artísticas con propuestas de
mundos mejores, utópicos, que ayudan al ser humano a enfrentarse a la dura
realidad y le muestran alternativas de vida”.[24]
La intención del autor, si no me equivoco, es analizar la confrontación que se
da entre dos posturas que han definido la filosofía del arte, “una afín al
platonismo ascético que da prioridad a la razón, y otra que prefiere el
conocimiento intuitivo y sensible y cómo los movimientos artísticos han tomado
una u otra posición, y que, al final esto ha repercutido en la función
sublimadora de la experiencia estética y en su capacidad para hacer más humana
la vida en sociedad.
La tesis no es baladí, pues
apunta a que es la función sublimadora la única función capaz de poder llevar a
cabo una sociedad más humana. Lo interesante del análisis radica en la puesta
en juego de las tres categorías antedichas en donde la poiesis se manifiesta como la capacidad para transformar al
principio de realidad: crear nuevos universos facilitando el desarrollo de
vivencias. La áisthesis como el
proceso de recepción de la obra que renueva la percepción de la realidad y
mediante la intuición revela lo que estaba escondido al conocimiento
conceptual; y la catarsis que desencadena el principio del placer que lleva a
encontrar claves para el desarrollo de una vida alternativa. Por desgracias no podré
entrar a analizar las funciones del principio de realidad, del placer, las
pulsiones y la represión, así como la función de la imaginación, los límites de
esta presentación me lo impiden, pero sí quiero poner el acento en la función
dicotómica que lleva a cabo el autor, pues me sorprende pensar que la historia
del arte, o las corrientes plásticas hayan estado subyugadas a los vaivenes de
la elección de una u otra posición; donde el arte pareciera haberse sometido a
ello, y que y que en modo alguno aparecen los “dispositivos de poder”, los
marchands, la sociología del arte, los intercambios, o en última instancia,
otras categorías como lo monstruoso, lo horrible, que entran a jugar en la
concepción freudiana acerca de la sublimación. No estoy seguro, pero quizá esto
se debe a mi propio desconocimiento.
Lo que sí, es que este
libro, en general, me parece un logro dentro de los análisis contemporáneos de la
estética, de la historia del arte y de la teoría del arte en general. Esté o no
de acuerdo sí nos hace pensar, quizá la función más extraordinaria que un libro
puede otorgarnos como “don”.
Notas
[1] Georges Didi-Huberman,
Ante el tiempo, Historia del arte y
anacronismo de las imágenes, Trad., y nota preliminar, de Antonio Oviedo,
Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2011, p. 146.
[2] Maurice Blanchot, La risa de los dioses, ed. Taurus,
Madrid, 1976, p. 21.
[3] Ana María Martínez de
la Escalera, “El museo, la historia y la ruina: un ejercicio”, benjaminiano, en
María Cristina Ríos Espinosa, (Coord), Estética
de las imágenes y sus representaciones sociales, Asociación Mexicana de
Estudios en Estética, Cuadernos AMEST 3, Bonilla Artiga editores, México, 2015,
p. 136
[4] ídem.
[6] Ana María Martínez de
la Escalera, “El museo, la historia y la ruina: un ejercicio”, benjaminiano, en
María Cristina Ríos Espinosa, (Coord), Estética
de las imágenes y sus representaciones sociales, Asociación Mexicana de
Estudios en Estética, Cuadernos AMEST 3, Bonilla Artiga editores, México, 2015,
p. 121.
[7] Ibídem., pp.138-139
[8] Ibídem., p. 141
[9] Ídem
[10] Katya Mandoki, “Estética de la disipación” en María Cristina Ríos
Espinosa, (Coord), Estética de las
imágenes y sus representaciones sociales, Asociación Mexicana de Estudios
en Estética, Cuadernos AMEST 3, Bonilla Artiga editores, México, 2015, p. 98
[11] Cfr. Ibídem, p. 99. El
Potlatch, es una
competencia de consumo desaforado de bienes y despilfarro exagerado. El
objetivo de esta ceremonia era donar o destruir más riqueza que el rival,
demostrando que se disponía de más bienes que nadie en una cultura. Lo básico
del potlatch, el festín competitivo,
es un mecanismo casi universal para asegurar la producción y distribución de
productos entre pueblos.
[13] Ibídem, pp.100-101
[14] Ibídem, p. 104
[15] Ibídem, p. 105
[16] Armando Villegas,
“Distancia y jerarquía: la discusión sobre la industria cultural en las
experiencias contemporáneas”, en María Cristina Ríos Espinosa, (Coord),
Estética de las imágenes y sus representaciones sociales, Asociación Mexicana
de Estudios en Estética, Cuadernos AMEST 3, Bonilla Artiga editores, México,
2015, p. 107.
[18] Ibídem., pp.112-113.
[19] Ibídem, p. 108
[20] Ibídem., p. 113.
[21] Ibídem, p. 119
[22] González Gutiérrez:
“De la intuición a la racionalidad en la imaginación artística”, en María
Cristina Ríos Espinosa, (Coord), Estética
de las imágenes y sus representaciones sociales, Asociación Mexicana de
Estudios en Estética, Cuadernos AMEST 3, Bonilla Artiga editores, México, 2015,
p. 79.
[23] Ídem.
[24] Ibídem., p. 80
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